Vidas cortas, muertes largas
15 Jun 2003 - Rojo y Negro Digital (CGT)
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La vida de Aniceto Góngora Montero, un mozo de 23 años de la localidad de Torvizcón, fue corta y su muerte, demasiado larga. Fue fusilado por seguidores de Franco la mañana del 14 de agosto de 1936 cerca de Lecrín, entre olivos y naranjos. Desde entonces, su familia ha buscado su cadáver para llevarlo de vuelta a casa, a Torvizcón, y darle un entierro digno. Ésa es toda la justicia que piden. Han pasado 67 años y aún no lo han logrado.
Ayer podría haber sido el día, pero la suerte fue esquiva. Durante un cuarto de hora, una máquina excavó una profunda zanja en un olivar de Lecrín situado a la vera de la vieja carretera de la Costa. Había testimonios que decían que en ese lugar podía haber una fosa común con los restos mortales de 25 vecinos de Torvizcón, entre ellos, los de Aniceto Góngora Montero. Era la primera vez que se llevaba a cabo una acción de este tipo en Andalucía.
Medio centenar de familiares de aquellos desaparecidos -algunos no disponen al día de hoy de un simple certificado de defunción- presenciaron la infructuosa búsqueda, que había sido respaldada por el sindicato CGT, la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica y el Ayuntamiento de Lecrín.
No aparecieron los cuerpos, pero la memoria de los muertos, injustamente sepultada, sí fue desenterrada.
Agustín Góngora Montero, 79 años, mostró orgulloso a todo el que quiso mirarla una fotografía amarilleada por el tiempo en la que se ve a su hermano, el infortunado Aniceto, junto a los padres de ambos. Tiene un rostro apacible. Parece un buen chaval. «Era muy apañao , muy buena gente», recuerda Agustín, mientras estruja entre sus labios un cigarrillo liado a mano.
Cuando vinieron, al amparo de la oscuridad, a por Aniceto «y los otros», en el «pueblo no respiraban ni las moscas», viaja la mente de Agustín hasta aquellos días turbulentos y mortíferos de 1936. Él tenía entonces 12 años, pero jamás olvidó la noche que hombres armados y hoscos se llevaron a empujones a su hermano Aniceto, que acababa de hacer el servicio militar y era «de izquierdas».
Nunca más volvería a verlo con vida. Pero supo cómo murió. Un carrero de Lanjarón, ya fallecido, fue testigo de los fusilamientos de los 25 de Torvizcón. «Según contó el carrero a mi padre varias veces, vio a dos personas llorando entre unos árboles, a la salida de Lecrín. Se acercó a ver qué les pasaba y le dijeron que un poco más abajo estaban matando a unos muchachos. Él fue corriendo para abajo y vio aquello... Estaba mi hermano ya muerto. El carrero les grito: ¡Verdugos, asesinos! Y ellos le respondieron: ¡Callate si no quieres acabar como ellos! », narra los hechos Agustín, según la versión que le transmitieron sus padres.
Los culpables
Como si sintiera la necesidad de explicar aquella barbaridad, Agustín, que es un hombre despierto y un gran conversador, reflexiona en voz alta: «Los culpables de estas cosas estaban en los pueblos... No era tanto lo de Franco y todo eso», rememora el cainismo que, apoyado en la envidia y la insidia, se adueñó de no pocas localidades rurales de aquella España que se enfrentaba a sí misma.
Además de la pérdida del hermano, Agustín y su familia han tenido que soportar durante años la pesada losa del silencio. El franquismo no se conformó con aniquilar físicamente a Aniceto: también quiso extirpar su recuerdo. No lo consiguió. Durante la dictadura, Agustín aprovechaba cualquier ocasión para, siempre sigilosamente, seguir reconstruyendo el rompecabezas de la muerte de Aniceto. «En el franquismo no se podía hacer nada de esto, claro... Ibas por ahí y funcionabas de oídas. Alguien te contaba algo y había otro te decía lo mismo, y así se iba haciendo lo que se podía. Mi hermana, que ya murió, y yo siempre íbamos con él en la boca. Si mi hermana hubiese vivido, habría venido aquí a rastras y habría excavado con las manos», pone un ejemplo Agustín de lo que supuso para su familia el fusilamiento y posterior enterramiento clandestino de Aniceto.
Padre «asesinado»
Metro abajo, metro arriba, Agustín es muy consciente de que el cadáver de su hermano está en los alrededores de Lecrín. Y va a «continuar luchando» para encontrarlo. Su terquedad es emocionante y sus motivos, aún más. «Queremos llevarlo de vuelta a casa. Darle tierra con dignidad», anuncia. Parece justo.
Como justo sería que Antonio Carmona, otra de las víctimas de la guerra y el olvido que se acercó ayer a Lecrín, pueda algún día recuperar los restos de su padre, «asesinado por un falangista, que todavía vive, en La Rinconada, Sevilla», recuerda con el suave acento porteño que se trajo de la Argentina, país en el que ha residido durante 40 años. «Vi cómo se se llevaban a mi padre para matarlo. Yo tenía entonces 12 años... Nunca hemos tenido nada: ni una disculpa ni nada de nada. Cada vez que pienso en lo que pasó es que me pongo loco. Y cada vez más», dice Antonio indignado.
Según Francisco González, de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Granada, la provincia está minada por fosas comunes en las que puede haber restos de más de cinco mil cadáveres, caso del de Federico García Lorca. Demasiadas mu
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