La persecución religiosa en España, según Roma
JUAN G. BEDOYA - El País 05/05/2003
Juan Pablo II se unió ayer, con la solemnidad de una canonización urbi et orbi, a la teoría de los obispos españoles de que la II República (1931-1936) fue una encarnizada y planificada persecución religiosa y preludio de una guerra (1936-1939) donde el catolicismo cosechó innumerables mártires (10.000, según recuento de la Conferencia Episcopal). En la ceremonia de la plaza de Colón, el Papa citó dos veces el término 'guerra civil', una vez la palabra 'martirio' y en otra ocasión se refirió a una 'persecución religiosa' que ya había enarbolado como argumento santificador el cardenal portugués José Saraiva en la lectura del acta de canonización de los beatos y beatas Pedro Poveda, José María Rubio, Ángela de la Cruz, Genoveva Torres y María Maravillas.
Saraiva es el prefecto de la vaticana Congregación de las Causas de los Santos, donde el cardenal Rouco está empeñado en tramitar otras 10.000 causas de españoles por martirio, de las 13.000 que maneja Roma en todo el mundo durante el sangriento siglo XX. Todo se andará: la tesis del Papa, en su discurso de ayer, es que el jesuita Rubio, precursor del padre José María Llanos en el Pozo del Tío Raimundo (pero él en los suburbiales de la Ventilla) 'formó a muchos cristianos que luego morirían mártires durante la persecución religiosa en España'. El padre Rubió falleció en 1929.
No es extraño que, con esta comunión de pareceres, a los prelados españoles les supiera a gloria el almuerzo que poco más tarde compartieron con el Pontífice en la lujosa Nunciatura (embajada) del Vaticano en Madrid: salmorejo con virutas de jamón ibérico, pimientos de piquillo rellenos de centollo, merluza en salsa verde y, de postre, manzana asada con helado de anís estrellado.
Lo cierto es que el Papa hizo ayer varias referencias a la Guerra Civil de 1936, pero sólo en honor y memoria de una de las partes, sin una palabra misericordiosa sobre la tragedia general que supuso el terrible conflicto fratricida que costó la vida a cientos de miles de españoles y el exilio -exterior e interior- a algunos millones más durante la dictadura posterior, que la Iglesia de Roma bendijo y disfrutó con creces. Algo así como una petición de perdón por todas las víctimas de una catástrofe nacional, ese perdón que Juan Pablo II ha pedido en 99 ocasiones en otros muchos países (a los judíos, por haber fundado la Inquisición, por el extravagante proceso a Galileo...).
Las implicaciones de la jerarquía católica de la época en el golpe militar que desencadenó aquella furia exterminadora en uno y otro bando del conflicto fueron evidentes. Y lo que sucedió después, en los primeros días de la contienda, sobre todo, y también durante los tres años de guerra, incluido el asesinato del gran pedagogo Pedro Poveda el 27 de julio de 1936 en Madrid, pero también el fusilamiento, por orden de los militares facciosos, de numerosos sacerdotes del País Vasco a los que el primado cardenal Isidro Gomá no quiso salvar, fue consecuencia del desnucamiento del Estado, desaparecido en muchas zonas de España para dejar paso a un ajuste de cuentas inmisericorde entre los hijos de las famosas dos ciudades de san Agustín: aquella cruzada a muerte de Abel contra Caín, según la repugnante metáfora del obispo Pla y Deniel en la Salamanca de 1936; y, finalizada la guerra, aquella inacabable exhibición del peor de los resentimientos humanos: el resentimiento de los vencedores.
La Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica finalizó ayer mismo, a las 18.00, la exhumación de siete cuerpos desaparecidos en una fosa común tras aquella guerra incivil que provocó el golpe militar / agrario / falangista / religioso. Ocurrió en Recas, Toledo, y los enterrados tenían nombre, aunque llevaran desaparecidos 67 años. Se llamaban Miguel y Demetrio Díaz, Marcelino Muñoz, Eulogio Ortiz, Isidro Díaz, Gregorio del Moral y Daniel Bargueño. Otros muchos miles de familias esperan la misma reparación: la de tener a sus muertos recogidos en una tumba conocida. Son las víctimas de la posguerra, fusilados por el nuevo Estado -ahora sí un Estado católico- por ser maestros, por pertenecer a la masonería, por militar en un partido de izquierdas o, sencillamente, por ocupar la alcaldía de su pueblo o dirigir un periódico que disgustase a las nuevas autoridades. Muchos desaparecieron cuando estaban presos en conventos o seminarios que la jerarquía cedió para cárceles de la nueva situación.
La Iglesia católica fue víctima de aquella guerra, pero también verdugo, como promotora del golpe que la causó para desnucar al Estado en una España que ha quedado atrás, pero cuyas circunstancias no hay que olvidar a riesgo de repetirlas. Lo dijo ayer, en un dolorido comunicado, la asociación que quiere recuperar aquella memoria y busca con tesón las fosas donde reposan los otros mártires, decenas de miles de la otra España, las víctimas de la posguerra: 'Lamentamos la oportunidad que ha perdido el Papa para realizar un gesto simbólico de reconocimiento a las víctimas republicanas y haber dado coherencia y consistencia a su discurso acerca de la paz y la reconciliación. La canonización del sacerdote Pedro Poveda habría sido la oportunidad para que la Iglesia hubiera perdonado y pedido perdón por la colaboración que tuvo con la dictadura franquista, y haber reconocido así a las miles de familias que buscan todavía a sus seres queridos'.
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