Recuperar la memoria histórica
- Santiago Vega, Dep. Geografía e Historia -
Se está hablando mucho últimamente
de la necesidad de recuperar la memoria histórica:
se ha celebrado un congreso recientemente en Barcelona sobre
las prisiones del franquismo, hay varias asociaciones dedicadas
a la «recuperación de la memoria», se han
producido iniciativas parlamentarias en el mismo sentido,
lo que nos da a entender que habíamos perdido nuestra
memoria histórica, y eso es muy grave y peligroso,
porque un pueblo sin memoria es un pueblo vacío; si
no conocemos el pasado estamos condenados a repetirlo. Pero,
¿a qué nos referimos cuando hablamos de memoria
histórica? En una primera aproximación diremos
que es conocer y valorar el pasado común.
Uno de los acontecimientos más trascendentales
de la historia reciente de nuestro país es la Guerra
Civil, oficialmente desarrollada desde 1936 hasta 1939, aunque
para muchos españoles sólo acabó cuando
Franco murió, pues hasta su último aliento se
encargó de mantener vivo el «espíritu
del 18 de julio», fecha de su sublevación contra
la legalidad constitucional vigente en 1936. En toda guerra
civil, que es un enfrentamiento cruel entre hermanos, se producen
excesos sangrientos, lo que denominamos represión.
Pues bien, la represión republicana, ejercida por el
bando que defendía la legalidad y que había
sido derrotado en la lucha, fue condenada, y las víctimas
que provocó fueron consideradas mártires de
la «Cruzada» (como nombraron los vencedores a
su batalla contra la democracia) y enterrados muy cerca de
aquí, en el Valle de los Caídos, que es todavía,
en el año 2002, un homenaje exclusivo a los triunfadores
de la guerra. Por el contrario, las víctimas de la
represión franquista fueron silenciadas, como no podría
ser de otro modo, por la dictadura de Franco, pero lo que
ya no parece tan normal, en los 25 años transcurridos
desde las primeras elecciones democráticas, es que
tampoco recuperaron su sitio en la memoria oficial de la democracia.
La explicación oficial para justificar
este silencio de las instituciones era no reabrir viejas heridas,
no herir la sensibilidad de los vencedores de la guerra civil.
El espíritu de la Transición supuso una serie
de costes, entre los que destaca el silencio y el olvido de
todas las víctimas provocadas por los sublevados. Éste
fue el elevado precio pagado por la democracia a los herederos
del régimen franquista para que no se levantaran de
nuevo (recordemos el golpe de estado del 23 de febrero de
1981). Las víctimas de la represión franquista
sufrieron una segunda derrota, una segunda frustración,
con la llegada de la democracia, pues al silencio impuesto
por la dictadura le siguió el silencio impuesto por
la Transición.
Los familiares de las víctimas han tenido
que soportar todo tipo de vejaciones y humillaciones durante
la dictadura, algo consustancial a un régimen autoritario,
pero con la democracia no han llegado a resarcirse con, al
menos, la satisfacción de ver reconocidos a sus muertos
como lo que eran: defensores de la libertad contra el fascismo,
como sucede en la actualidad con las víctimas provocadas
por el terrorismo de ETA, a las que se les reconoce como defensores
de la libertad. Durante la guerra y los cuarenta años
de dictadura implantada por los vencedores hubo multitud de
luchadores que pagaron con su vida la defensa de la libertad
y todavía en veinticinco años de democracia
no se les ha otorgado el reconocimiento que merecen. Sus familiares
quieren recuperar sus cuerpos, todavía sepultados donde
los dejaron sus verdugos: cunetas, pinares, barrancos, etc.;
tienen que procurarse los medios y pagarlos de su propio bolsillo
para lograrlo, porque el Estado hasta ahora ha eludido su
responsabilidad. Por fin, el pasado 20 de noviembre el Congreso
aprobó, por unanimidad, la condena del golpe de estado
del 18 de julio y la rehabilitación de los defensores
de la República, lo que supone que el Estado se hará
cargo de los costes de las exhumaciones, como era de justicia.
La página negra de nuestra historia
reciente, la represión franquista, hay que pasarla
definitivamente, pero, antes debemos escribirla y leerla,
puesto que el conocimiento de nuestro pasado es fundamental
para profundizar en la convivencia democrática, basada
en la superación de viejos tabúes y en el respeto
al pensamiento discrepante.
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