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Mujeres condenadas a muerte en Gijón por los tribulanes militares franquistas
La Libertad es un bien muy preciado

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Con este artículo se quiere rendir homenaje a las mujeres que en Gijón fueron condenadas a pena de muerte por los tribunales militares del ejército franquista, tribunales que empezaron a funcionar en esta ciudad tras la derrota de las fuerzas republicanas en Octubre de 1937 y la consiguiente ocupación total de Asturias.

Como eran mujeres del pueblo, su biografía se limita a los datos de filiación y a la reseña acusatoria de los que las mandaron matar: sus familiares, sus camaradas, sus amigos y vecinos, o los hijos de sus familiares, camaradas..., o los nietos de sus..., nos harán llegar más información. Así lo pedimos y esperamos. Porque el pueblo nunca ha perdido la memoria. Todos los que vivieron y sufrieron la barbarie franquista no pueden olvidarla jamás.

La memoria solamente se pierde por enfermedad o, para lo que aquí se trata, por conveniencia política. Durante la dictadura franquista, en cada provincia española ha habido un Pinochet y un Videla con su cohorte de 'milicos' y sus escuadrones de la muerte. Transición/transacción: ¿cómo se iba a recordar a los cientos de miles de víctimas del franquismo cuando se estaban sentando a la misma mesa con los autores y beneficiarios de aquel genocidio para negociar, pactar y repartir el poder y sus prebendas en el continuismo del nuevo/viejo régimen monárquico?

Cuando un sistema político se impone en un país de forma fraudulenta y se desarrolla en un ambiente de oportunismo e hipocresía, necesita reescribir la historia para adaptarla a sus conveniencias presentes. Tarea difícil, porque para que la mentira triunfe se requiere mucha inteligencia y pocos o ningún testigo. Escasea la inteligencia tanto como abunda la propaganda. Testigos, testimonios y pruebas quedan muchos pese al paso del tiempo y a la labor depuradora de los 'viejos' censores, ahora al servicio de la monarquía.

Anita Orejas: ¿quién era Anita Orejas? Pues Anita Orejas López era una chica de 23 años y con sus 23 años la fusilaron contra las tapias del cementerio de Ceares un amanecer de Noviembre de 1937. Anita Orejas no fue ni una Agustina de Aragón ni una Dolores Ibarruri, y aunque lo hubiera sido; no comandó ningún batallón ni practicó el espionaje o la delación, y aunque lo hubiera hecho; no era maestra ni fue, siquiera, miliciana, y aunque lo hubiera sido. Anita Orejas era una chica de 23 años que vivía en Gijón, al final de la calle de Ferrer y Guardia, y trabajaba como empleada de hogar: ¡y la fusilaron un nueve de Noviembre!

Durante la guerra, Anita trabajó como enfermera en alguno de los numerosos y atestados hospitales de Gijón, y se afilió al Partido Socialista. La detuvieron a los pocos días de la entrada de las tropas franquistas en Gijón y se la llevaron al cuartel de la Guardia Civil de Los Campos... Oficialmente, en los legajos, la denuncia parte de una mujer, dos años más joven que Anita, que estaba casada con uno de los guardias civiles de ese cuartel. El marido de la denunciante estuvo prisionero durante todo el tiempo que duró la guerra en el Norte por haberse unido a los sublevados. Cumplía condena en el penal de El Dueso pero, al producirse el avance nacionalista sobre Santander, le evacuaron, junto a los demás presos, hacia Asturias. A ese guardia civil y a otros muchos les mataron luego en la playa de La Franca, no se sabe si por intento de fuga, por orden superior o por simple venganza.

No, Anita ni estuvo allí ni sabía nada de eso, pero aunque hubiera estado y aunque lo hubiera sabido. A Anita la acusaban de haberla visto dentro del cuartel de La Guardia Civil de Los Campos a los tres días de que los guardias se hubieran rendido. La denunciante decía que Anita llevaba pistola al cinto y, al cuello, un pañuelo rojo. Admitía Anita haber entrado en el cuartel, pero negaba lo de la pistola y el pañuelo, pero aunque los hubiera llevado. Esa mujer que la denunció, la identificó después en una rueda de presos: ¿cómo alguien puede recordar, tras el paso de quince meses, la cara de una persona que solamente vio unos instantes en medio del barullo y desorden propios de la situación? Claro que también pudiera suceder que la denunciante conociese de antes y odiase a Anita por motivos que nada tuviesen que ver ni con la guerra ni con la revolución, o que la denunciante no hiciera más que obedecer las instrucciones de una tercera persona... Pero, aunque así fuera.

Porque Anita Orejas, que tenía 23 años y se había afiliado al Partido Socialista durante la guerra, no era ni Agustina de Aragón ni 'La Pasionaria', ni comandanta de batallón ni miliciana, ni maestra de la ATEA ni dirigente sindical ni concejala. Ni siquiera pertenecía a un comité cualquiera. A Anita no se le ocupó ningún pañuelo rojo ni, mucho menos, ninguna pistola; y, además, tuvo 'la suerte' de que la susodicha denuncia cayese, no en manos de unos 'gatilleros' de Falange con ganas de darle el 'paseo', sino que la denuncia siguió el trámite oficial, con sus atestados redactados en lenguaje policial y cumplimentados con las pólizas, sellos y firmas pertinentes. Siguió con suerte, Anita Orejas, porque su causa judicial no le tocó a un chusquero llegado del frente, sino que tuvo como juez instructor a un hombre de leyes como Vicente Otero Goyanes, alférez Jurídico, que auxiliado por su secretario, Manuel Martínez de la Vega, dio cuerpo al que sería 'sumarísimo de urgencia nº 170'. La instrucción del sumario, ¡qué duda cabe!, fue tan imparcial como exhaustiva, y llevó al instructor a concluir que los hechos aquí sucintamente relatados eran constitutivos de un delito de rebelión militar: ¡así lo afirmó y firmó un señor alférez del cuerpo Jurídico militar!


Fue el lunes, día ocho de Noviembre de 1937, cuando comenzaron a celebrarse los consejos de guerra sumarísimos de urgencia en Gijón, en el salón de actos del Instituto Jovellanos: ¡La obra más importante y más querida del ilustre y benéfico Gaspar Melchor de Jovellanos convertida en albergue de falangistas y policías de Asalto, en cárcel y centro de tortura, en escenario de la suprema ignominia y perversión humanas!

A las diez de la mañana hacían su entrada los miembros del Tribunal Permanente nº 1, que preside el comandante de Caballería Luis de Vicente Sasiaín, y se celebraba el primer consejo de guerra: tres son los acusados: Constantino Valero, Florentino Argós y José Luis Ferrer. Audiencia pública. Se encarga de leer las acusaciones el secretario del consejo, que es el joven abogado gijonés Bonifacio Lorenzo Somonte. Actúa de fiscal el alférez honorífico del Cuerpo Jurídico Antonio Iglesias.

Apenas una hora después, a las once y cuarto, se celebra el segundo consejo de guerra. Lo forman el mismo tribunal, secretario y fiscal. Los acusados son: Valentín Sánchez Cuesta, Cipriano Carrera y Ana Orejas López. El fiscal es tan breve como conciso y pide la pena de muerte para los tres. El defensor, teniente Luis Barreiro Paradela, al decir de las crónicas periodísticas, 'da comienzo a su brillante informe considerando las bellezas de Asturias, grande y digna, y después de intentar refutar los cargos que el Ministerio Fiscal imputa a sus patrocinados, solicita se les considere como autores de un delito de auxilio y no de rebelión.' Se termina la vista y el tribunal se reúne para dictar sentencia.

Por la tarde, a las cinco, otro consejo de guerra. Son los acusados: Maximiliano Gómez Cobos, Raimundo Alcorazo, Francisco Conde Calvete, José Costas Costas, Facundo López Fernández, Luis Subisaga, Juan Fernández Moreira, Manuel Marcos Ezquer y Angel Cristóbal Aparicio. El fiscal pidió la pena de muerte para todos.

Los cristianos caballeros que componen el tribunal militar nº 1, impregnados hasta el tuétano del honor y demás virtudes militares, tuvieron a bien dictar ese día catorce condenas a pena de muerte y una a reclusión perpetua. En este caso no hubo discriminación y fueron igualitarios, así que a Anita Orejas también la condenaron a pena de muerte.

Y al día siguiente, al amanecer, un traqueteo de motores por la calle Ramón y Cajal arriba. Durante meses y meses, el metálico y fugaz paso de esta caravana de la muerte anunciaba que el día iba a nacer con fusilamientos. Los piquetes de la Guardia Civil y de la Guardia de Asalto se presentan ante la cárcel de El Coto a reclamar a sus víctimas. Un piquete vigila y el otro fusila. Un día matan unos y otro día, otros. Que todos maten que así todos tendrán porque callar. ¿O serían soldados los que esos primeros días tuvieron que desempeñar tan siniestra tarea?

Trece hombres y una mujer cruzaron el rastrillo de la cárcel de El Coto aquel nueve de Noviembre. Amarradas las muñecas con alambres, les subieron a las camionetas y la comitiva se puso en marcha: medio kilómetro hasta el paredón del cementerio de Ceares. No esperaron para ejecutarles ni las tres o cuatro semanas que solía llevar el trámite de la consulta y recepción del correspondiente 'enterado' del 'Cuartel General del Generalísimo': ¡se conoce que tenían prisa por derramar sangre de inocentes!

No sabemos cómo se las arreglarían para ponerles delante del paredón, si los tendrían que dominar a culatazos y llevarlos a rastras o si marcharían gallardamente dando 'vivas' a la República, si escupirían al piquete o implorarían clemencia, si aceptarían al sacerdote o maldecirían a Dios y a toda la corte celestial... No sabemos si los fusilarían de tres en tres o de cinco en cinco, ni si a Anita la fusilarían sola por ser mujer o no. Nadie de los que de allí regresaba hablaba de ello. Solamente un fraile de los que asistían a los fusilamientos dijo un día a unos presos de El Coto: 'dos tiros a la cabeza y tres al corazón'. Así que ese nueve de Noviembre, setenta disparos dieron los buenos días nacionalistas a la villa de Gijón.

Y allí quedaron los cuerpos formando montón a la espera de que los enterradores los tirasen a la zanja ya abierta: trece hombres y una mujer: Ana Orejas López, a la que llamaban Anita porque tenía 23 años y no había sido ni Agustina de Aragón ni la Pasionaria, ni miliciana ni nada de nada, pero a la que la Justicia Militar del ejército franquista la hizo acreedora a los cinco plomos reglamentarios que agujerearon su cuerpo y pusieron fin a su corta vida.

Teresa Santianes Giménez tenía 23 años, como Anita, y también vivía en Gijón. En el segundo consejo de guerra de los que se celebraron el sábado día veinte de Noviembre, los mismos que condenaron a Anita la sentenciaron a ella a pena de muerte. No sabemos si acudiría a presenciar la siniestra pantomima del consejo de guerra o no, porque llevaba ingresada en el hospital desde el día cinco. Quizás por ese motivo no la fusilaron el nueve de Diciembre con los otros siete hombres que habían sido condenados a la máxima pena el mismo día que ella. Esperaron a que le dieran de alta en el hospital para poder meterla en la cárcel de El Coto y fusilarla el día veintiuno de Diciembre junto con otros cuatro hombres.

El tribunal militar nº 1 seguía celebrando consejos de guerra en Gijón. En uno de ellos, el primero que se celebró en la mañana del jueves día dos de Diciembre, compareció Juana Alvarez Molina. Juana tenía cuarenta años, estaba casada y era madre de siete hijos. Los mayores habían estado luchando en el frente como milicianos, los pequeños rondaban los seis años. La detuvieron en su casa de la calle Oriental, en La Calzada, el veinticinco de Noviembre y la acusaron de participar en manifestaciones y requisas. En realidad y como en tantos otros casos, la tomaron a ella como rehén pensando que así conseguirían que su marido, que era al que realmente tenían interés en coger, abandonaría el escondite donde estuviera oculto y se entregaría. Como vieron que pasaban los días y el marido no se entregaba, llevaron a Juana ante el tribunal militar para que la condenase a pena de muerte, como así fue. La fusilaron el día quince de Diciembre junto a un chico llamado Felicísimo García Casas, que tenía veinticuatro años, era natural de un pueblo de León y se había pasado a la zona republicana.

¿Cómo se iba a entregar el marido de Juana, Luis Laruelo, si había conseguido escapar a Francia en uno de los últimos barcos que salieron de El Musel? Pero a Luis Laruelo, obrero de la 'Fábrica de Sombreros' de La Calzada, afiliado al sindicato 'El Fieltro', de la CNT, miembro del Comité de Control que se incautó y dirigió la producción de dicha fábrica durante la guerra, le buscaban dos familias poderosas de Gijón: los Paquet, propietarios de la empresa, y García Rendueles, gerente de la misma. No lograron encontrarle, mataron a su mujer. Mejor dicho, lo mandaron, mandaron que se matase a su mujer. Y así se encontró Juana, madre de siete hijos, camino del paredón de Ceares. Cuenta la leyenda popular que al darse cuenta Juana de a dónde la llevaban, se aferró tan fuertemente a una de las barras del autobús o furgoneta en que la llevaban que los guardias solamente pudieron hacerla bajar después de cortarle una mano con una bayoneta.

El viernes día diez de Diciembre, tres mujeres fueron condenadas a muerte. En el primer consejo de guerra que se celebró ese día comparecieron, junto con otros acusados, las hermanas María y Ludivina Suarez Sala, naturales de Cenero y vecinas de la parroquia gijonesa de Carbaínos. María, de 18 años, fue condenada a pena de muerte y Ludivina a reclusión perpetua.

En el tercero de los consejos de guerra, otras dos hermanas, Eladia y Aurora García Palacios vieron como el tribunal militar les imponía sendas penas de muerte. Eladia era maestra, tenía 33 años y estaba casada. Daba clases en un colegio particular en el barrio de La Guía y pertenecía a la sección local de FETE-UGT y a la ATEA. En el mes de Septiembre de 1936 había sido nombrada directora del Asilo Pola y del Patronato San José. Su hermana Aurora, de 38 años de edad, casada y sastra de profesión, pasaba por ser su ayudante.

María Suárez Sala, condenada a pena de muerte con apenas dieciocho años de edad, despertó un resto de humanidad en el auditor de guerra que al supervisar la sentencia añadió a la misma lo siguiente: ''Otrosí, digo: La imprecisión de la fecha de los hechos determinantes de agravación para la sentencia para María Suárez Sala, y la circunstancia de tener ésta, precisamente, dieciocho años, inducen al Auditor que suscribe, a proponer la conmutación de su pena por la inmediata inferior, estimando que la dudosa aplicación del artículo 211 del Código de Justicia Militar, debe de favorecer al reo.' El Auditor de Guerra (firmado y rubricado). Así fue, el día cinco de Enero de 1938 llegaba la comunicación de la Asesoría Jurídica del Cuartel General del Generalísimo conmutándole la pena de muerte por la de reclusión perpetua.

También Aurora pudo esquivar a la muerte, pero para la que no hubo conmiseración alguna fue para su hermana Eladia, la maestra. ¡Cómo no iban a fusilar a una mujer que era maestra, que había expulsado a las monjas del Asilo Pola, que 'realizó una labor perniciosa y criminal en la población escolar de niñas del Asilo, familiarizando a las alumnas con las ideas de libertad y emancipación humanas'; que 'escarnecía a las autoridades y órdenes religiosas'; que 'inculcaba a las niñas odio al fascismo, efectuaba lecturas diarias de formas asquerosas y llevaba a las niñas a actos políticos públicos en que ella actuaba'! ¡Cómo no iban a fusilar a Eladia, la maestra 'incivil, inmoral y atea', si había organizado una expedición niñas que partieron para Rusia y, además, escribía artículos en 'Avance', gozaba 'de gran ascendiente en el Frente Popular' y había llegado a tener amistad con la familia de Belarmino Tomás! Lo raro es que no hubieran levantado para ella un patíbulo delante del Ayuntamiento y la hubieran matado a garrote vil, conformándose como se conformaron con fusilarla un veintinueve de Diciembre en compañía de cinco hombres.

Anita Vázquez Barrancúa tenía 27 años cuando la fusilaron el 16 de Febrero de 1938. Vivía en Gijón pero había nacido en Avilés y estaba soltera. En el primer consejo de guerra de los cuatro que se celebraron el día diecinueve de Enero, el tribunal militar dictó contra ella la pena de muerte. La acusaron de pertenecer al PCE y al Socorro Rojo Internacional, de haber sido nombrada policía secreta y de haberse ido, más tarde, como voluntaria al frente, enrolándose como miliciana en el batallón 'Máximo Gorki'.

Había nevado en Gijón y en ese frío y gris amanecer del miércoles dieciséis de Febrero treinta y una personas pintaron de rojo con su sangre la nieve y la tierra del cementerio, sangre roja que también brotaba por los cinco agujeros del cuerpo sin vida de Anita Vázquez Barrancúa.

El día anterior, el martes quince, otra mujer fue pasada por las armas; ella y treinta hombres más. Se llamaba Belarmina Suárez Muñiz, tenía 29 años, estaba soltera y vivía en Bocines, concejo de Gozón, donde había nacido. La acusaron de pertenecer a la UGT y al SRI, y de haber sido la jefa de la cárcel de mujeres de Luanco.

A Belarmina Suárez la condenó a pena de muerte el tribunal militar en el tercer consejo de guerra que se celebró el viernes día veintiuno de Enero. En los dos consejos de guerra que precedieron al suyo, otras dos mujeres sufrieron idéntica condena. Las dos eran naturales y vecinas de Avilés. Una de ellas se llamaba Adela Suárez López, tenía cincuenta años y estaba viuda; la otra, mucho más joven, con tan solo veintiséis años, se llamaba Luisa García del Valle y estaba casada. A las dos les notificaron la conmutación de la pena de muerte por la de reclusión perpetua unas horas antes de que llevaran a fusilar a todos los demás que habían sido condenados el mismo día que ellas.

Diariamente se celebraban consejos de guerra, tres o cuatro al día de media. El miércoles nueve de marzo, comparecieron como encausadas treinta y dos personas a las que el tribunal militar endosó catorce penas de muerte. Una de esas penas de muerte le tocó una mujer de Colunga llamada Palmira Irene García Cueto de la que solamente sabemos que tenía treinta y cuatro años y estaba viuda. Se la conmutaron por la de reclusión perpetua el día veintiocho de Mayo, fecha en que les tocó morir fusilados contra las tapias de Ceares a treinta y cinco prisioneros.

La semana siguiente, otras tres mujeres fueron condenadas a la última pena. Una de ellas era la joven Carmen Ríos Toral, de apenas veintidós años, que era de Panes, y que fue sentenciada en el primero de los consejos de guerra del martes quince de Marzo. El tribunal dio por buena la acusación del fiscal y del juez instructor, y consideró probado que Carmen Ríos había pertenecido a las JSU, había vestido como miliciana y portado pistola, formado parte de la corporación municipal de Peñamellera Baja como teniente de alcalde y que se había encargado de la dirección de un taller de costura, todo lo cual, a criterio del tribunal, bien merecía que a Carmen Ríos se le arrancase la vida. Afortunadamente para ella, no fue así y el cinco de Mayo le notificaron la conmutación por la pena inmediatamente inferior: reclusión perpetua.

Celestina López Mariño y Eulalia Arevalillo Tapias recibieron la sentencia de muerte en sendos consejos de guerra celebrados el jueves diecisiete. Celestina era de Avilés, estaba casada y tenía treinta y cuatro años, la misma edad de Eulalia, que había quedado viuda y había nacido en Bilbao, aunque vivía en Gijón. A Celestina la acusaban de pertenecer al PCE y al SRI, de haber estado en el frente como miliciana y, más tarde, como enfermera y delegada del SRI en el 'Hospital nº 25' de Avilés. La acusación contra Eulalia parecía más grave, pues afirmaban que ella y su marido, del que no sabemos se habría muerto en el frente o fusilado, habían estado haciendo fuego de ametralladora contra el cuartel del Simancas durante los días que duró el asedio. El tribunal militar no se anduvo con distingos y las condenó a las dos a pena de muerte, que les fue conmutada con fecha seis de Mayo de ese año.

Al día siguiente le tocó pasar por el amargo trance del consejo de guerra a una mujer de Avilés llamada Antonia González Cuervo, de 51 años de edad. No la condenaron a pena de muerte, sino a reclusión perpetua. Pero, como si la hubieran ejecutado, porque víctima de las penosas condiciones de la prisión central de mujeres de Saturrarán, término municipal de Motrico, en Guipúzcoa, a donde había sido trasladada a cumplir condena, falleció en la enfermería de la prisión el quince de Octubre de ese mismo año. 'Miocarditis' es lo que figura como causa oficial de la defunción.

El sábado veinticinco de Junio, Gijón se despertó con las cotidianas descargas de los máuseres reglamentarios. Sucesivas y espaciadas, y a tenor de lo detallado por uno de los capellanes de la cárcel de El Coto, ese día completarían un total de ciento cinco disparos, más los sueltos de la pistola del oficial que mandase el piquete, los llamados tiros de gracia. Porque ese día en que la ciudad aún estaba engalanada de celebrar la festividad religiosa del Sagrado Corazón de Jesús, incluidos misa y sermón en la iglesia de los RR. PP. Jesuitas, a la que siguió la correspondiente procesión por las principales calles de la ciudad; ese día, todos, empezando por los reverendos padres, seguidos por las respetables 'Siervas de Jesús' y demás devota feligresía, todos oyeron la sonora traca con que se llevaba a cabo el matutino ritual del holocausto proletario: veintiún víctimas sacrificadas para mayor gloria de la patria y la religión verdadera. Veinte hombres y una mujer, una mujer llamada Máxima Vallinas Fernández, que vivía en Ribadesella aunque era natural de Villaviciosa, que tenía cuarenta y dos años y estaba viuda. Que no sabemos si tendría hijos o no, pero que cabe pensar que sí los tuviera, unos hijos que a partir de ese día quedaban huérfanos de padre y madre...

Huérfanos de padre y madre, sí, porque estamos viendo en este breve listado del crimen que muchas de las mujeres estaban viudas, sin que se pueda precisar las causas que llevaron a sus maridos a la tumba. Porque viuda estaba también Amelia Noriega Martínez, que tenía 37 años y era natural y vecina del pueblo llanisco de Vidiago. A Amelia no la fusilaron, pero perdió la vida igualmente en esa especie de campo de exterminio que era la cárcel de Saturrarán. La habían condenado a reclusión perpetua en uno de los consejos de guerra del día nueve de Julio. No llegó ni a cumplir un año de condena, pues falleció en la citada cárcel de mujeres el día ocho de Abril de 1939 a consecuencia de 'uremia'.

La última mujer fusilada en Gijón fue Estefanía Cueto Puertas, que fue pasada por las armas el día 29 de Agosto de 1939, llamado por los patrocinadores del holocausto proletario 'Año de la Victoria', victoria de la ignominia, el crimen y la venganza. A Estefanía Cueto la sentenciaron a la última pena en un consejo de guerra celebrado en Oviedo el día tres de Marzo: casi seis meses la tuvieron encerrada en los corredores de la muerte esperando oír pronunciar su nombre cada amanecer. Natural de Nueva de Llanes, tenía 40 años, estaba soltera, era modista y vivía en Sotrondio. Pertenecía al PCE y decían de ella que había participado en la Revolución de Octubre del 34 y que había conseguido huir y exiliarse en Rusia, de donde regresó en Febrero de 1936, tras la victoria electoral del Frente Popular. También afirmaban los que la condenaron a morir que durante la guerra había sido una de las principales dirigentes comunistas y que había desempeñado la dirección de talleres de costura en Sotrondio, en Nueva y Posada de Llanes, y en Pola de Siero: ¡grave crimen el de saber coser!

El día que la fusilaron se contaron quince cuerpos en el montón, uno de ellos el de la que en vida se conoció por Estefanía Cueto Puertas, modista de profesión.



Pero no puede cerrarse esta relación sin mencionar a las mujeres que fueron 'paseadas', que fueron asesinadas directamente, sin los consabidos preámbulos de la juridicidad inversa. No las podremos citar todas, pero sí a algunas, aunque sea sin su nombre y apellidos, que desconocemos; como la que figura inscrita en los libros de defunciones del Registro Civil el día ocho de Noviembre de 1937 de este tenor: 'una mujer, de unos 45 años, ignorándose sus señas, morena, delgada, viste abrigo negro con tres costuras transversales en las mangas, calza medias grises...' 'Falleció en la carretera Gijón-Avilés por disparos de arma de fuego, según resulta de la diligencia de autopsia...' Como los cadáveres de esas mujeres sin identificar que aparecen flotando en la mar. O como Consuelo Hevia Prendes, de 25 años, natural y vecina de Albandi, en Carreño, viuda de Marcelo Alvarez Rodríguez, que había muerto luchando en el frente, con dos hijas de dos y cuatro años, a la que los gatilleros de Falange de Carreño mataron de dos tiros delante de la puerta de su casa en la madrugada del día doce de diciembre de 1937. Y como tantas otras cuyo asesinato figura enmascarado por la socorrida apelación a una 'hemorragia interna', 'fractura del cráneo' y cosas similares.

Y sin olvidar a estas tres mujeres que fallecieron en prisión: Cándida Mayor Noriega, Elena Villar Cué y Sabina Alvarez Díez. Sabina, con sus setenta y seis años, vivía hasta que fue detenida en La Calzada y falleció en la cárcel de El Coto el diecinueve de Noviembre de 1939. Elena, natural y vecina de Celorio, en Llanes, de sesenta y nueve años de edad, murió en dicha cárcel el diecinueve de Julio de 1938. Cándida, de setenta y cuatro años, vecina de Ceceda, prisionera en la cárcel de Infiesto, falleció el veintiuno de Octubre de 1939.

Tampoco se puede dejar de citar a las ciento dieciséis mujeres y cincuenta y seis niños fallecidos dentro de los muros de la cárcel de Saturrarán, relacionados en otro apartado de esta web, de los cuales treinta y cinco mujeres y siete niños figuran como naturales de Asturias.

Siniestra suma y sigue que jamás se completará, no por pérdida de memoria de ninguna clase, sino por la comodidad y la conveniencia de los que con su simple firma en un ayuntamiento o en un ministerio, pudieron, y pueden, establecer los mecanismos y los medios para conocer la verdad con exactitud y certeza; para que las víctimas del holocausto franquista salgan de su eterna reclusión en la memoria familiar y pasen a ocupar el lugar que merecen en la historia de la nación y puedan recibir el homenaje público a su memoria y el tributo a su honor que hace más de veinticinco años que se les adeuda.