La «beatificación» democrática de Alfonso XIII
Luis Arias Argüelles-Meres, 10/07/2002
El 17 de mayo de 1902, cuando contaba 16 años de edad, Alfonso XIII asumió la Jefatura del Estado, que hasta entonces había ejercido como regente María Cristina. Ese mismo día preside un Consejo de Ministros de un Gobierno a cuya cabeza estaba un Sagasta decrépito. Alguien tan poco sospechoso de izquierdismo como el conde de Romanones da cuenta de estas palabras del nuevo monarca a sus ministros: «Como ustedes acaban de escuchar, la Constitución me confiere la concesión de honores, títulos y grandezas; por eso les advierto que el uso de este derecho me lo reservo por completo». Le atajó un ministro, el duque de Veragua, perteneciente a la más alta aristocracia española: «Ningún mandato del rey puede llevarse a efecto si no está refrendado por un ministro». La cosa, como vemos, prometía en lo que a veleidades democráticas tocaba.
Alfonso XIII asume sus funciones cuando la Restauración estaba más que apolillada, al tiempo que en asuntos de materia científica, literaria y estética España entraba en una de sus mejores épocas, la que conocemos como la Edad de Plata. Hay que recordar que 1902 es un año fecundo para nuestra literatura. Se publican «Amor y Pedagogía», de Unamuno; «Camino de perfección», de Baroja; «La voluntad», de Azorín, y «Sonata de otoño», de Valle-Inclán. Es 1902 el año en que se consuma el divorcio entre la España oficial y la España real que de forma tan brillante supo exponer Ortega. La separación ética entre ambas Españas es indudable, pero no es menos el abismo en materia estética.
Y es el caso que en lo que llevamos de 2002 ya se han publicado dos libros en la dirección de incluir a Alfonso XIII en el santoral de los grandes demócratas de la humanidad. Es bochornoso. No sólo hablamos del rey que hizo tales advertencias en el primer Consejo de Ministros que presidió. Hablamos también del Monarca que no vio con tan malos ojos el Pronunciamiento de Primo de Rivera en 1923. Que en los años anteriores permitió aquella sangría económica y humana que fue la guerra de Marruecos. Y que se mostró tan humano y piadoso tras los episodios de la Sublevación de Jaca. Hablamos del rey que suscitó uno de los artículos más memorables publicados en la prensa española. Se trata del que tiene por título «El error Berenguer» y que fue publicado por Ortega el 15 de noviembre de 1930 en el diario «El Sol». Sobre la labor del monarca que ahora se pretende beatificar escribió nuestro filósofo: «Desde Sagunto, la monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad (...) La cosa es repugnante; repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años». Conviene reproducir una vez más aquellas inolvidables palabras con que Ortega concluía su artículo: «¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est monarchia».
El error Berenguer. Azaña también escribió sobre este personaje. Un análisis de los escritos de este general sobre la guerra de Marruecos resultaba suficiente para percatarse de la incapacidad de aquel militar en materia argumentativa y expositiva.
Se diría que, no conformes con haber instalado la memoria histórica en el subsuelo donde yace la arqueología, se da un paso más, enmendando la plana a la historia de un rey nefasto durante su reinado, al querer mostrarlo ante la España de 2002 como un dechado de virtudes democráticas y humanas.
Corren vientos muy favorables a las santificaciones en la Iglesia católica. Y se diría que hay una corriente afín entre algunos historiadores que alaban el tronío para subir a los más altos pedestales a un rey que pretendía seguir la tradición de sus antecesores en lo que se refiere a tres pilares básicos como el Ejército, la aristocracia y la Iglesia juramentados contra las libertades, la democracia y el progreso. Un rey que en pleno siglo XX (1923) ve con buenos ojos el regreso del golpismo que desde Fernando VII tanto había vapuleado el progreso y la justicia en España.
Aquí no se trata sólo de la incursión en un psicologismo barato tendente a presentar la simpatía y el casticismo de Alfonso XIII. Se va más allá, la inteligencia y la memoria histórica sufren inaceptables agresiones con estos jueguecillos de presuntos historiadores.
Y, en cualquiera de los casos, Alfonso XIII ya recibió en vida justicia poética por parte de Azaña. Hay un diálogo ficticio entre el monarca y don Manuel que éste anota en sus «Diarios». El primero le reprocha al segundo que es injusto con él al no considerarle capaz de hacer algo grande por España. La respuesta de Azaña sobrecoge por demoledora y exacta. Esa incapacidad se debe sobre todo a que el Rey no es un artista, lo que lo invalida para cualquier grandeza.
Esa justicia poética sobre el monarca al que ahora algunos homenajean con entusiasmo chamusca tales pretensiones. Y es que la estética (me permito insistir en ello) se mueve por unas leyes más insobornables e indestructibles aún que las de la física. Para hacer boca en esto, un ejemplo más. Compárese la obra de Azaña, su prosa, con la que dejó para la posteridad el autor de «Raza». Ya digo, principios insobornables e indestructibles.
Por lo demás, el «todo vale» aplicado a estos intentos es poco efectivo. Tan poco que definen más las palabras de Azaña sobre Alfonso XIII que estas hagiografías de ocasión. Y es ello así sobre todo por lo que vengo diciendo. Por estética.
Luis Arias Argüelles-Meres
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