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Honrar a los muertos

Elvira Lindo. El País, 11/07/2010 | 12 julio 2010

¿De qué sirve anular sentencias? ¿Devuelve la vida a los muertos, les evita el sufrimiento?

 

ELVIRA LINDO

De la guerra civil española he escrito poco. O nada. No por falta de interés, que lo tengo desde que era una adolescente progre en un barrio donde eran progres hasta los curas. No he escrito nada sobre la guerra, y reflexiono sobre ese «por qué no» mientras escribo: porque en estos últimos años parece ser asunto obligado de todo columnista, del que sabe y del que no, del que escribe con conocimiento y sensatez y del que más que escribir grita. Prefiero leer sobre la guerra, antes que caer en esa práctica de usar la desgraciada historia para politiquear en el campo de batalla actual, que nada tiene que ver con aquel otro campo de batalla en el que murieron en torno a medio millón de personas. No he escrito sobre la guerra porque no sé. O porque detesto escribir desde una trinchera. O porque uno va aprendiendo a callar cuando cree que un artículo más sobre la guerra es prescindible.

Sin embargo, la guerra ha estado siempre presente en mi vida: en la visión de los vencedores o los amoldados, que es la que la mayoría respiramos en la infancia, y luego, en ese cambio paulatino que propiciaron los poetas, sobre todo los poetas, asesinados, muertos, exiliados, que se iban colando en nuestros gustos adolescentes dando voz a una invertebrada manera de ser de izquierdas. Hay que agradecerle a esos cantautores que fueron desapareciendo en los ochenta aplastados por el pop que colaran en los hogares la poesía de Lorca, Blas de Otero, Alberti, Machado o Miguel Hernández. Miguel Hernández. Si en mi infancia había una virgen de escayola tirando a yeyé que presidía mi cama, en 1976 la virgen niña fue sustituida por un póster con el célebre retrato que hizo en la cárcel Buero Vallejo de Miguel Hernández y unos versos de Vientos del pueblo. Sé que no es nada épico, sino generacional. Como tampoco es reseñable que en el tocadiscos la voz de Serrat diera voz a sus Nanas de la cebolla.

Paseábamos el otro día por Madrid por la anchurosa calle de Príncipe de Vergara y vimos una placa que decía, más o menos, «en este edificio compuso Miguel Hernández las Nanas de la cebolla». ¿Compuso? Estaba redactado con tal torpeza que parecía que se rendía homenaje al compositor del disco de Serrat y, había algo más triste: la nula referencia a su encierro tras esos muros de ladrillo rojo podía hacer creer al ignorante que aquel viejo edificio hubiera sido una residencia de escritores, cuando fue en realidad una cárcel donde el poeta se acercaba a su final por dos caminos, el de la condena a muerte al ser considerado elemento peligrosísimo para el régimen franquista y el de su deteriorada salud.

Vengo leyendo desde hace un tiempo que la familia de Hernández lucha porque se anule esa condena y el alicantino sea considerado por la justicia española como inocente de los cargos que se le imputaban. No llego a entender este empeño. El amor que profeso con fidelidad invariable a la poesía de Miguel Hernández desde mis 14 años se vio y se ve aumentado por su figura cívica, por el hecho de que luchara en la guerra, escribiera desde la trinchera y muriera tratado como un perro en una cárcel franquista. La anulación de esa pena no cambia nada, no cambia sus años de cárcel, ni los intentos infructuosos que algunas personas del bando vencedor hicieron por sacarle de la cárcel, no cambia la pena por no ver a su hijo ni el desamor de su padre ni el abandono brutal en el que pudo sentirse.

Cuando surgen esos intentos de modificar el pasado, como trasladar los restos de Machado a España (algo que estuvo en la «cabeza» del presidente), tiendo a pensar que para hacer honor al triste final de cada una de esas personas tan emblemáticas de la cultura española es mejor mantenerlos en el lugar en el que se vieron obligados a morir. Mejor recordar que el viejo Machado pasó la frontera andando con su pobre madre; mejor recordar que Miguel Hernández fue condenado a muerte por un tribunal militar franquista; mejor saber que don Francisco, el padre de Federico García Lorca, está enterrado en un cementerio de Nueva York como prueba del asesinato de su hijo, del exilio, del brutal cambio de vida al que se vio forzado. ¿De qué sirve anular sentencias? ¿Devuelve la vida a los muertos, les evita el sufrimiento? En mi opinión, la labor ha de ser la contraria: contar sin ningún maquillaje simbólico lo que padecieron y las mentiras que se propagaron sobre ellos. Visitar la tumba de Machado en Colliure, bien cerca de España, por cierto, es una peregrinación emocionante para quien venere, como es mi caso, la figura literaria y humana de ese poeta. El amado santo laico.

Por cierto, los restos de Fernando de los Ríos, embajador de la República en Estados Unidos desde 1937 y consuegro del padre de Lorca, sí que se trasladaron al cementerio civil de Madrid en 1980. Creo haber visto la foto de ese segundo «entierro» en algún libro de memorias. Debió ser algo íntimo. En la foto aparece la familia y algún dirigente socialista. En 1980 no estaba prohibido hablar de la guerra, la realidad es que nadie tenía mucho interés en recordarla. Pero esto no es un artículo sobre la contienda. En absoluto. Sino sobre la manera en que creo (puedo equivocarme) que hay que honrar el recuerdo. De la guerra yo no escribo. No sé.

http://www.elpais.com/articulo/opinion/Honrar/muertos/elpepusocdgm/20100711elpdmgpan_2/Tes