Mi último viaje a Buchenwald
Los escritores son los únicos capaces de mantener vivo el recuerdo de la muerte
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JORGE SEMPRÚN 05/04/2010
En ese campo de concentración, que fue nazi y después estalinista, pueden encontrarse las raÃces de la construcción de Europa
AhÃ, en un antiguo campo de concentración nazi convertido en prisión estalinista, es donde debemos celebrar la Europa democrática. Contra todas las amnesias.
En un magnÃfico artÃculo, Catherine Herszberg evocó hace poco (Libération, 13 de febrero) una visita a Auschwitz, con ocasión del 65º aniversario del descubrimiento del campo por parte del Ejército Rojo. Acompañó allà a una vieja familiar, antigua deportada. Y su relato -lleno de ironÃa corrosiva, una mirada precisa y una emoción contenida- confirma con brillantez una idea que comparto desde hace años: la escritura y los escritores son los únicos capaces de mantener vivo el recuerdo de la muerte. Si no, si los escritores no se apoderan de esa memoria de los campos de concentración, si no la hacen revivir y sobrevivir mediante su imaginación creadora, se apagará con los últimos testigos, dejará de ser un recuerdo en carne y hueso de la experiencia de la muerte.
El texto de Catherine Herszberg se titulaba precisamente, de forma premonitoria, Los funerales de la memoria.
Sin embargo, pese a la pertinencia entristecida de ese relato, pese a su análisis lúcido y desengañado de las trampas, las dificultades y los errores inevitables de las conmemoraciones oficiales, el 11 de abril estaré en Buchenwald, en la explanada en la que se pasaba lista a los prisioneros, para tomar la palabra durante la ceremonia conmemorativa de la liberación del campo por parte de los soldados estadounidenses del Tercer Ejército del general Patton. He aceptado la invitación que me han hecho la ministra-presidenta del Gobierno de Turingia, Christine Lieberknecht, y el director del Monumento de Buchenwald-Dora, mi amigo el profesor Volkhard Knigge.
¿Por qué lo he hecho, por qué motivos?
Por una razón principal, de la que derivan todas las demás, que son complementarias: porque es la última vez. Quiero decir, desde luego, la última vez para mÃ. Dentro de cinco años (las conmemoraciones oficiales, probablemente para subrayar su solemnidad, se celebran con un ritmo quinquenal), en el 70º aniversario del descubrimiento y la liberación de los campos, yo ya no estaré.
Por última vez, pues, el 11 de abril, ni resignado a morir ni angustiado por la muerte, sino furioso, extraordinariamente irritado por la idea de que pronto ya no estaré aquÃ, en medio de la belleza del mundo o, por el contrario, en su grisácea insipidez -que en este caso concreto son la misma cosa-, por última vez, diré lo que creo que tengo que decir.
¡Se comprenderá que no quiera perderme semejante ocasión!
En primer lugar, la explanada de Buchenwald, bajo el viento glacial del Ettersberg -un viento de una eternidad mortÃfera, que sopla sin cesar, incluso en primavera-, es un lugar idóneo para hablar de Europa. Porque Buchenwald fue un campo nazi hasta abril de 1945. Los últimos deportados, partisanos yugoslavos, salieron de él en junio de ese año.
Ahora bien, el campo volvió a abrirse en septiembre con el nombre de Speziallager n° 2, campo especial número 2 de la policÃa soviética en la zona de ocupación rusa.
Fue en 1950, tras la creación de la República Democrática Alemana (RDA), cuando el campo se cerró y se transformó en lugar para el recuerdo. Pero hubo que esperar a 1989, a la caÃda del Muro de BerlÃn y el imperio soviético y la reunificación democrática de Alemania, para que Buchenwald pudiera asumir sus dos memorias, su doble pasado de campo de concentración sucesivamente nazi y estalinista.
Es, por tanto, un lugar ideal, único, para reflexionar sobre Europa, para meditar sobre su origen y sus valores. Para recordar a los jóvenes visitantes -miles cada año-, a los estudiantes del mundo entero que hacen allà cursillos de historia, que las raÃces de Europa pueden encontrarse en ese lugar, en las huellas materiales del nazismo y el estalinismo, contra las cuales, precisamente, se inició la aventura de la construcción europea. Unas huellas visibles a simple vista: en lo alto de la colina, la chimenea achaparrada del crematorio, apagada para siempre, recuerda a las decenas de miles de muertos del campo nazi, a quienes encontraron su tumba en las nubes, como escribió Paul Celan. Al pie del Ettersberg, en cambio, en los lÃmites del antiguo campo de cuarentena, un joven bosque plantado por las autoridades de la RDA oculta las fosas comunes en las que están sepultados, en desorden, anónimos, los miles de cadáveres del campo estalinista.
Es un lugar ideal, la explanada de Buchenwald, para recordar el origen de Europa, pero también para pensar en su futuro, en este momento de crisis, involución, falta de aliento y empuje. Un momento en el que viene a la memoria la frase de Edmund Husserl, pronunciada en Viena en 1935, en pleno apogeo de los totalitarismos: «El mayor peligro para Europa es el cansancio».
Hoy, para emplear las palabras del gran escritor europeo Claudio Magris, lo fundamental ya no es luchar contra los totalitarismos, sino combatir los particularismos, convertir esta problemática suma de 27 paÃses libres en una estructura multiforme y orgánica con una misma razón democrática.
Por otra parte, parece que este año participarán en las ceremonias de conmemoración veteranos estadounidenses del Tercer Ejército de Patton. Una ocasión perfecta para recordar el papel decisivo que desempeñaron en la liberación del campo los soldados afroamericanos de los batallones de choque, los jóvenes soldados hispanos del sur de Estados Unidos, con un habla castellana fluida y melodiosa, los hijos de los granjeros de la Norteamérica profunda que descubrieron, en aquella guerra justa y terrible, los valores universales de su democracia. El 11 de abril de 1945, mientras las vanguardias acorazadas de Patton, después de vencer y dispersar a la guarnición de Buchenwald y los hombres de la división SS Totenkopf, atacaban con éxito Weimar -rodeando el campo propiamente dicho, al que los estadounidenses no volvieron hasta 24 horas más tarde-, un jeep del ejército se presentó en la inmensa entrada del recinto.
Un jeep solitario en el estrépito de la batalla. Dos hombres de uniforme. Uno de ellos era civil, quizá periodista. El otro era un oficial, primer teniente. Pero lo importante no es eso. Lo importante son sus nombres. El civil se llamaba Egon W. Fleck, el oficial, Edward A. Tenenbaum. Decid estos nombres en voz alta y contened vuestras risas, contened vuestras lágrimas. Dos judÃos norteamericanos fueron los primeros en franquear la entrada al campo de Buchenwald, acogidos como vencedores por los hombres en armas de la resistencia antifascista.
En los archivos estadounidenses puede verse el informe preliminar sobre Buchenwald que redactaron Fleck y Tenenbaum el 24 de abril de 1945 para sus superiores militares. TodavÃa se sienten su sorpresa, su trastorno y su emoción, tanto tiempo después. Pero esta increÃble ironÃa de la Historia, esta burla ontológica que significa la presencia de Fleck y Tenenbaum (judÃos americanos, pero de origen alemán bastante reciente; la prueba está en su informe preliminar, redactado en inglés pero en el que emplean la palabra alemana panzerfaust para referirse al bazuca, el arma individual anticarros) en la puerta de Buchenwald, esta maravillosa casualidad, nos remite a una verdad indiscutible.
Cuando todos los testigos -deportados y resistentes- hayan desaparecido, pronto, de aquà a unos años, permanecerá todavÃa una memoria viva, personal, de la experiencia de los campos de concentración, una memoria que nos sobrevivirá, que es la memoria judÃa. El último que recordará, mucho después de nuestra muerte, será uno de esos niños judÃos que vimos llegar a Buchenwald en febrero de 1945, evacuados de Auschwitz, después de haber sobrevivido milagrosamente al frÃo, el hambre, el viaje interminable en vagones de mercancÃas, con frecuencia a la intemperie, para dar testimonio en nombre de todos los desaparecidos, los náufragos y los escapados, los judÃos y los goyim (los no judÃos), las mujeres y los hombres. ¡Larga vida al tornasol judÃo que refleja toda nuestra muerte!